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El blog de antonio tapia

EL CAMINO DE EMAUS

CARTAS A UN AMIGO (2)

MI COLUMNA VERTEBRAL

 

Todo se sujeta a algo. El universo, los animales, los edificios, los puentes, las personas. Sin esa viga se va abajo todo lo que tratemos de edificar. No podemos vivir sin Dios. No podemos caminar sin seguir  y sin poner nuestros pies sobre las huellas de Cristo. No podremos formar una sociedad, si nuestros padres no nos educan para ello. Si a la persona se le rompe la columna vertebral quedará inválido para toda la vida. Si la persona se apoya en alguien, pisando su huella, a la que considera su viga maestra, y esa persona desaparece, digamos por fallecimiento, puede, si no ese s fuerte espiritualmente desplomarse como castillo de naipes.

                          

 

Mi colma vertebral, mi punto de apoyo, fue siempre mi padre. Procuré pisar sobre la impronta de su huella. Un hombre justo, trabajador, sacrificado, se privaba, como mi madre, de cosas para que no nos faltara nada a los demás, de corazón indivisible. Era el norte de la familia, la base firme que nos mantenía unidos a todos.

Tal vez, mi endeblez interior, fuera la causa de mi resquebrajamiento. Procuré siempre no separarme de la oración y de los sacramentos. Para reforzarme me hice Catequista, algunos años, en dos y tres Parroquias, algunas veces: primera comunión, padres, universitarios, ir a pueblos a rezar el Rosario  los primeros sábados de mes, ir a los rosarios de los sábados ante la Virgen de la Candelaria dirigidos por el Padre Serafín de Rio, quien salvó su vida, por un día, de ser ejecutado con el resto de sus compañeros mártires, quienes murieron perdonando a sus ejecutores, siguiendo el ejemplo de Cristo desde la Cruz: “¡Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Me volví un auténtico enamorado de la Virgen María a quien dedicaba muchos sábados la Felicitación sabatina, como hacíamos en el Colegio San José de Valladolid

Todos mis esquemas se rompieron. Me sentí solo, desprotegido, a pesar del gran número de familiares que somos, no por parte de mi familia, sino porque su fallecimiento me supuso como un apagón espiritual. Todo se acabó aquel día, al menos eso sentí. Se acabaron los largos paseos que el cardiólogo le recomendó, se acabaron las charlas sobre las fotos del antiguo Tenerife que se habían expuesto cerca del Cabildo, que me explicaba; después de caminar, acabábamos en el bar de José (que persona más excelente y como atendía a mis padres y en general a toda la familia). Se acabaron muchas cosas, se rompieron muchos esquemas. Me rompí yo.

Poco a poco, para mi padre, se fue acercando el tiempo de sufrimiento, silencioso sufrimiento, ni una queja. Igual que Margarita. Ni una queja, siempre su sonrisa, su amabilidad. “No sufras mamá, que después de esta vida hay otra mejor, en la que no se sufre”, le decía mi padre a mi madre. Ya mi padre estaba cerca de los brazos misericordiosos de Dios y en sus manos suaves de Padre, como Margarita, que pausadamente lo iban atrayendo hacia Él. Dios les bendecía con un don especial, como hizo con Margarita.

Fuerte hasta el final. Entregado a Dios. Con la fuerza que Dios da por medio del Sacramento de la Unción, que recibió y que pidió para él mi madre. Momentos emotivos, aquel día, más de una lágrima brotó de nuestros ojos, cuando el sacerdote imponía los santos óleos en su cuerpo. Pensaba en ese momento: “Muchos se han curado al recibir los Santos óleos”. Pero Dios opinaba diferente a mí. Dios lo quería con Él ¡ya! Y no hay más que objetar. Ya había cumplido para aquello que había sido llamado: ser soldado de Cristo y de esta España a la que nos enseñó a amar. Su cometido estaba ya en el Cielo, rogar cerca de Dios por esta familia que quedaba abajo.

Hubo lágrimas, pero no hubo queja ni reproche contra Dios. Todo se disipó en un segundo, como si al universo se le hubieran fundido los luceros. No senté a Dios en el banquillo. No puedo juzgar a Dios, ¿Quién soy yo para ello? Sobre todo cuando ha derramado su infinita paciencia sobre mí tantas veces, a pesar que yo me volví díscolo, a pesar que tras haber Crucificado a Cristo, el me dio su Amor y Ayuda. Entre las nubes, un rayo de luz, fue iluminando su cuerpo hasta llegar a sus ojos. En ese momento, mi padre comenzaba una nueva vida, la que Dios por medio de Cristo nos ofreció desde la Cruz.

HIJO y AMIGO, me honraba con esos títulos. Duele que una persona querida, a la que admiras, a la que durante tantos años has estado unido, Dios la llame de tu lado, para llevársela al suyo. No duele que se la lleve a su Gloria, al Cielo; sino por el hecho que tardarás en volver a verla, porque como mínimo, sé que habré de purgar muchos pecados y que hasta entonces pasará mucho tiempo. No sé si el tiempo existe en el Purgatorio, tal como en la tierra. Y en el Cielo, todo es presente, porque para Dios todo es presente. Lo que nos tiene que preocupar seriamente, es el llegar a ese nuestro último día aquí en la Tierra, preparados como lo estuvieron las vírgenes prudentes.

 

 

 

 

 

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