26 Diciembre 2013
Y cayendo de rodillas lo adoraron. Nos describe San Mateo ese momento, que nosotros, en alas de la fe imaginamos, y nos extremecemos de la postura de aquellos hombres recios. Nosotros también; cayendo de rodillas ante el Sagrario nos disponemos a adorarle, a mantener un diálogo de amor con Jesús, a mantener una confidencia amorosa entre El, Dios, y yo; que me escucha, que me deja hablar, que me rodea con sus brazos, cuando el llanto, la tristeza, la preocupación me invaden, que hasta puede parecernos oír con toda ternura que nos dice: Hijo mío ¿temes por ventura? Allí está Jesús... a veces ¡tan sólo!, y ¡tan sólo de nosotros! Allí está Jesús, el mismo que adoraron los pastores, el mismo que adoraron los magos de Oriente, el mismo que adoró Juan desde el seno de su madre, cuando María, nuestra dulce Madre, fue a visitarla; el mismo que convivió con los Apóstoles, el mismo que curó, sanó y devolvió la fe a tantos, tantísimos...
Y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el Niño. Nosotros también tenemos una Estrella que nos guía hacia la Sagrario; y no es otra que María. ¡Cuánto le agrada a María, que acudamos a ver a su Hijo Jesús! Un alma mariana se nota por su amor a la Eucaristía, por el amor al Sagrario, no solo por el Rosario. El Amor a Jesús y a la Virgen María, es un amor indivisible, que camina paralelo, inseparablemente paralelo. La Virgen nos va a guiar hasta su Hijo, de la misma forma que lo hiciera aquella estrella que con su luz fue guiando a los magos. La Virgen María es el faro de la luz de nuestra fe y de nuestro amor a Dios, siguiéndola, no nos perderemos en el camino, como no se perdieron a aquellos magos que llegaron hasta Belén desde lejanísimas tierras. Pidamos a la Virgen que nos lleve siempre ante su Hijo, que nos enseñe a amarle, a hacer lo que él nos diga y pidamos a Jesús, ante el sagrario o durante la Comunión, que nos enseñe a Amar a su Madre.
Después, abriendo los cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Pueden parecernos cosas pequeñas e inservibles, lo que llevaron a Jesús aquellos hombres, salvo el oro que conocemos su valor. Pero todo aquello que le ofrecieron como presentes, tenían su altísimo valor. Pero no es el valor económico de aquello lo que contaba, sino el sentido que emanaba de aquellas ofrendas: ofrecer a Dios lo mejor de que disponemos. Cuando nos postramos de rodillas ante el Sagrario para hablar con el Señor, procuramos ofrecerle lo mejor de lo que disponemos: nuestro deseo de seguirle, aunque nos sepamos débiles; nuestro deseo de no ofenderle más, aún cuando sabemos que nos pueden fallar las fuerzas a las primeras de cambio; el deseo de perdonar a quien me ha hecho mal, aunque sepa que se va a librar una tremenda lucha dentro de mi antes de dar ese paso.
¡Señor, vengo a ofrecerte mi nada! Ves como soy, ves a mi alma en estado ruinoso... no tengo más que ofrecerte, tómalo, toma esta ruina y edifica tu templo. Que sin duda vale más que todo el oro del mundo, y el Señor, que nos ama indeciblemente, recoge esta ruina que le ofrecemos, esa nada y seguros podemos estar que en esa ruina edificará un sagrario donde podrá morar El.
El ejemplo de los magos de oriente, como tantos otros que nos ofrece en cada momento el Evangelio de cada día, son dignos de tener en cuenta. Las visitas al Sagrario, las comuniones frecuentes, el acercamiento a la Penitencia..., irán alimentando nuestros deseos de Dios, que darán paso de la aridez de nuestra alma al más frondoso de los vergeles